¿Cómo narrar la muerte?
¿Es posible hablar de: La muerte?
Un torbellino de imágenes me acecha cuando la invoco. Trato entonces de poner cierto orden. Acomodar los sentires que me atraviesan para respirar profundo y acercarme a ella.
Hacerlo poco a poco.
Muy lentamente.
Hay que detener el paso. Ralentizar el tiempo para mirar. Así, probablemente pueda tomar la palabra y decir algo medianamente coherente.
Acercarse a ella, bordearla. Tal vez rodearla en espirales para tomar un poco de distancia y no perderse.
A lo mejor intentar hacer una genealogía de la muerte en mi cuerpo. De las heridas que se ven a simple vista y de aquellas que han dejado un rastro mudo y no por eso menos profundo. Hablar de las despedidas, de esas muertes en vida cuyo efecto es difícil de explicar.
Poner en alguna parte, la presencia de la ausencia, de aquella persona que desaparece y solamente queda el rastro. Los recuerdos que se hacen difusos de manera sorpresiva, y de pronto, nos queda la duda de la veracidad de la memoria.
Querer recordar el tacto de su mano en nuestro cuerpo, esa que le daba consistencia y ya no está. Se dice que una parte nuestra, muere con quien se va. Una muerte propia.
La muerte de las creencias, de una o varias maneras de vivir en el mundo y habitar(nos) en él.
Hablar de la sentencia de muerte, tras el diagnóstico fatal de un ser amado. De esa persona que habita en las entrañas. Hablar de la despedida lenta que no necesariamente se quiere apalabrar, como si eso la evitara por un momento. Dejarse abismar por el terror de la partida. Hacer(se) a la idea de la muerte del ser amado. Enfrentarse a lo inefable y seguir respirando.
Y qué tal hablar de la posibilidad de nuestra propia muerte. Pararse frente a frente y mirarla mientras queremos sostener la vida.
¿Podría entonces hablar de la muerte sin narrar la vida?
Parece que la muerte está ahí presente todo el tiempo. No solamente como la promesa del futuro ineludible, sino como la constante en el devenir. Sin embargo, tratamos de evitarla, casi a cualquier costo, aunque en realidad no vemos que nos habita y transforma todo el tiempo. Fingimos que no está, que podemos evadirla. Hacemos hasta lo imposible para asegurar que esté lejos. Nos engañamos pensando que podemos mantenerla apartada de nuestra vista.
Hay palabras que una no quisiera escuchar. Hay despedidas que nunca llegan y otras que quisiéramos que no hubieran llegado. Despedidas confusas. Despedidas largamente anunciadas. Despedidas súbitas. Cada despedida es una muerte de mayor o menor intensidad, pero muerte al fin.
Muertes que engendran vida y muertes sórdidas y devastadoras. Muertes que nos dejan sin palabras y muertes que apalabramos para no morir. Muertes narradas por múltiples voces y, al final, aquella que otras personas narrarán por nosotras. La muerte de la que nunca podremos hablar.
Cuando se toca el umbral entre la vida y la muerte los sentidos se agudizan y todo toma otro color, otra textura. Es de cierta manera, un momento, un estado privilegiado que nos hace reconocer(nos) con una intensidad particular. De golpe los referentes que nos daban seguridad se desvanecen y quedamos, ahí, en medio de todo, con nuestra sola presencia. Escuchamos claramente el latir de nuestro corazón, el ritmo de la respiración y percibimos hasta los sonidos más tenues y lejanos.
El duelo es el proceso al que nos arroja la presencia de la muerte. Por más que intentamos prepararnos para su encuentro y seamos conscientes de su inminencia, ya sea porque terminó una relación, porque la enfermedad se presenta en nuestras vidas o de aquellas personas a quien amamos, o al transitar por una larga enfermedad, no hay manera de evitar el dolor que provoca cuando llega. Su contundencia e imposibilidad de retorno nos arrebata las defensas, nos deja la carne desnuda y nos enfrenta a nuestra vulnerabilidad más última. Nos deja sin palabras y un suspiro se nos escapa sin remedio. No encontramos explicación a pesar de tener razones para comprenderla. Probablemente nos quedemos habitadas por preguntas que jamás tendrán respuesta. Palabras que no llegarán a ninguna parte. No es verdad que se van del todo. Queda el diálogo imposible en nuestra cabeza. Ese zumbido que nos acompaña. Nuestra voz desdoblada en dos con cara de recuerdo. Nos rompemos y desmembradas tratamos de recomponernos. Empezamos un proceso para deshabitarnos del otro/a y recomenzar distintas.
La aceptamos, sí, no hay manera de no hacerlo, aunque intentemos resistirnos provocándonos más dolor. Aceptarla supone tocar el principio de realidad y posicionarnos frente a él de la mano del miedo. La tentación por cerrar el corazón con tal de no sentir, es una voz que ronda por donde caminamos. Sentimos arder las entrañas y ya no sabemos cómo mantenernos de pie. ¿Qué hacer entonces?
Los ritos, los rituales son una manera de elaborar la pérdida, de darle un lugar. De (re)acomodarnos. Darle un nuevo sentido a la vida sin borrar o anular lo que ya no está. Narrar la historia anterior a la muerte nos ayuda a darle un sentido, un tono, una existencia distinta que poco a poco nos acompañe sin el doloroso puñal del principio.
Encapsular el duelo en palabras. Fragmentar la muerte, hacerla añicos, deshacerla. Hacerla digerible cuando la sorpresa nos cierra garganta y no podemos tragar.
Encontrar o inventar una forma de respirar cuando, de manera inconveniente, llegan los recuerdos. Hacerse asidua a la meditación tonglen[1] para respirar el dolor propio y ajeno y exhalar un poco de quietud y bienestar para que los músculos contraídos por la pérdida, cedan y se puedan relajar haciendo espacio para la vida.
Hay quien dice que el dolor o la tristeza de la pérdida no desaparece, ni disminuye, que lo que sucede, es que nuestra existencia se ensancha y ocupa más espacio y lugar que el dolor. No lo sé muy bien. Lo que creo saber es cómo cada muerte o acercamiento a ella se queda dejando huella y me trastoca. No importa cuántas veces se haya hecho presente en mi vida, el encuentro es siempre único. No hay manera de evitar la tristeza, el miedo o el dolor, aunque también, es verdad que la experiencia me permite soltar y reconocerme vulnerable sabiendo que, eso, también va a pasar. Se retorna a la vida, a la rutina, a las dificultades cotidianas, a lo insignificante, a la prisa en la agenda, y a la fantasía de saberse segura. Regresa el entusiasmo y la alegría. Regresa el cuerpo y todos sus sentires y pasiones. Se tejen nuevos recuerdos investidos de otros olores y sonidos. Se (re)texturiza la vida. Aquellas personas, experiencias o creencias que ya no están, nos acompañan de manera más sutil, discreta y silente.
Me parece que no se sale de estas experiencias más fuerte, como se dice comúnmente, sino, menos ingenua y más consciente. Afrontar las emociones, a veces, contradictorias, la imposibilidad de regresar el tiempo y cambiar las circunstancias, es un proceso que toma tiempo.
Nos remendamos poquito a poco.
Entonces, tal vez, podamos sentirnos bien al reconocer lo que significó en nuestra vida la presencia de quién ya no está. Permitirse sentir el hueco y saber que no está vacío. Que las experiencias nos constituyen y que el encuentro, haya durado lo que haya durado, si fue profundo, nos seguirá haciendo suspirar o sonreír sin previo aviso. Que aún con la muerte y sus múltiples facetas, vale la pena vivir y abrir espacio hospitalario al encuentro.
Sobre la autora:
Marilú Rasso Ibarra es Maestra en Saberes sobre Subjetividad y Violencia, licenciada en Ciencias Políticas, directora ejecutiva de Espacio Mujeres para una Vida Digna Libre de Violencia, AC. Además, brinda consulta privada en psicoanálisis.
[1]Tonglen es una práctica de meditación del budismo tibetano. Significa dar y recibir. Consiste en tomar y sentir el sufrimiento propio y el de todas las personas que pasan por el mismo dolor. Ayuda a transitar por el dolor y atenuar el sufrimiento.
Muy cierta, muy sentida. Me encantó
Querida Marilú, me encantó tu forma tan poética da hablar de la muerte. Transitaste y me llevaste a esos lugares en los que alguna vez estuve, sentí tu sentir. Fué bello leerte. Gracias.