Me salen las palabras a chorros

Como verás a mí también me salen las palabras a chorros.
Escribo como tú; como una llave abierta que suelta, suelta, suelta…”[1]
La infancia: ¿resto inaprehensible?

Para Pepa, mi más que abuela.

Cuando te moriste, se murió mi infancia. Se murieron las noches en las que me invitabas a tu casa a dormir y me tendías “la cama de la princesa”. Se murieron las tardes en las que, con tus manos suaves y firmes, me enseñabas a tejer junto a ti en el sillón de tu casa. Se murieron las galletas y los dulces que sacabas de una de tus gavetas. Todavía recuerdo el olor que se desprendía cuando la abrías: a madera vieja, licor y dulce. Se murieron, también, las cosquillas (las mejores) que me hacías en la espalda cuando me acurrucaba en tus piernas. Se murieron las tardes de hacer tareas e inventar maquetas para la Herminio, mi escuela primaria. Se murieron todas esas veces que me curaste cuando me había caído y lastimado. Se murieron las tantas veces que te miraba con asombro cuando hacías un rompecabezas. Te recuerdo perfectamente. Solías comenzarlos por los bordes a la par que hacías grupos de piezas según su color. Colocabas una de tus manos bajo tu barbilla mientras que, con la otra, te inmiscuías en el universo de piezas para clasificarlas. Tus lentes eran rectangulares; tu mirada fija y profunda, como si estuvieras descifrando un enigma. Cuando te moriste, se murieron las charlas que, con tanto sentido del humor, propiciabas. Murió contigo la curiosidad enciclopédica que te hacía ser “tan Pepa”. Se murió tu sabia escucha, y tu palabra de artesana. Murió tu inquietud por presenciar un mundo que se trascendiera a sí mismo. ¡Cuánto te hubiera ilusionado que Lula volviera a ser presidente electo de Brasil, o que Petro es presidente de Colombia! “El corazón abajo y a la izquierda”, ¿qué no? Las injusticias te podían, y a mí me puede tu injusta muerte, porque cuando te moriste, se murieron contigo las mañanas de tomar café y leer el periódico en tu cama: “piqui, en esa cajita tengo unas delicias que te pueden encantar, pero solo toma una”, me decías. Cuando te moriste, se murió mi más-que-abuela. Se murió mi otra madre, mi abu. Cuando era chica, te imaginaba eterna. No concebía la vida sin ti y, desde hace dos años, me he esforzado vehemente en encontrarle rumbo a mi vida en la presencia de tu ausencia. Te moriste, abuela, y no pude despedirme de ti. El covid te arrebató violentamente de mí. Te contagiaste un miércoles, y para el viernes ya habías partido. Me pesa la soledad con la que te sentías en el hospital. Te escuché decirlo por una llamada de teléfono. Con tu muerte, también se murió la expectativa de haberte tomado de la mano en la recta final. Muchas veces me visita la fantasía de haber estado sentada junto a ti, acariciando tus manos suavecitas y tus mejillas. Mi Pepa linda, algo de lo que me habita y se ha asentado en mi memoria, es sobre aquella charla que tuvimos y en la que me dijiste que “ninguna persona, estaba hecha a la medida de nuestros deseos”. Me lo dijiste cuando te contaba a llanto tendido lo mucho que me había dolido una ruptura amorosa. La vivacidad de tus palabras, todavía me habita. Me impresiona que la presencia de tu ausencia me haga sentir este inmenso vacío desde el que (te) escribo. Tu ausencia se pronuncia con ímpetu y la siento en mi piel. Sigo en duelo, y muchas veces siento que lo estaré de por vida. ¿Cómo se acomoda una ausencia y se hace duelo en condiciones como esta? No poderse despedir ni acompañar el tránsito de quien muere… Perder(te) en estas condiciones se ha sentido como una especie de neblina que se desvanece. Se desvanece porque la vida se esfuma, como si fuera efímera. Entonces, me pregunto: ¿cómo habilitar un duelo cuando su proceso inaugural requiere de un ritual de despedida que por las condiciones no se pudo hacer? A la fecha, no hemos podido desprendernos de tus cenizas. “No quiero que mi casa, ni mis pertenencias, sean un mausoleo cuando me muera”, pronunciaste con firmeza un montón de veces. Quizás eso lo diría alguien como tú que, siendo tan niña, tuvo que exiliarse de su país de origen para sobrevivir. Los franquistas te arrebataron cruelmente tu vida de ese entonces… Sin embargo, entregarte a la vida te fue posible en México. Es como si, este bello país, te hubiera parido de nuevo. Quizás es por eso que tu posición frente a la muerte, las pérdidas, el duelo, el deseo y la vida, siempre me impresionaron. Recuerdo perfectamente una de las noches previas a que supiéramos que tenías covid. Estábamos A[1]., y yo en tu cuarto, y te preguntamos cuál libro estabas leyendo. Nos compartiste que te habías “devorado” el de Medio Sol Amarillo, de Chimamanda Ngozi Adichie, y que algo de lo que querías transmitirnos es que debíamos de ser justas y asumir activamente que, la próxima revolución, implicaría el justo reacomodo racial a nivel mundial. “Queridas nietas: debéis de estar listas, pues se avecina una revolución tardía, pero justa: la racial. Y ustedes deberéis asumir lo que les corresponda y aceptar que esto es lo justo”. ¡La nitidez de tus palabras todavía resuenan en mi cabeza, y hacen tremendo eco! Te pronunciaste como quien tiene la certeza de que un mundo justo es posible, y eso no es menor, diría mi analista. ¿Cómo piensas la justicia, abuela?, ¿y la filosofía?, ¿qué es tomar la palabra?, ¿qué muere cuando alguien se muere?, ¿la memoria de quien muere se muere con quien muere?, ¿es posible conjugar memorias? Algo así como si la memoria que tengo de ti y que me he construido a partir de vivencias de ti y contigo, ahora también fuera mía. Cuántas veces te escuché contar que, lo primero que conociste de México, fue el Puerto de Veracruz y que, lo primero que hiciste, fue columpiarte y sentir la brisa cálida. ¿Hay forma de que yo (te) escriba parte de tu memoria y, de esa forma, se nutra la historiografía de propia tu historia? Me imagino esta apuesta como a una artesana tejiendo un telar. La palabra que se me viene a la cabeza es la de entretrama. Dice María Lugones[2] que, tanto la <<urdimbre>> como la <<entretrama>>, son términos que aluden a la inseparabilidad, y que es por esto que la individualidad (de cada hilo, por ejemplo) se pierde en el telar. Se difumina, se nubla, se desvanece. ¿Qué no es así que pensamos lo singular en tanto colectivo y viceversa? Quizá esta haya sido una de las lecciones más importantes aprendidas de/junto a ti. Ya lo decía Bernard Stiegler (2005): toda persona tiene la capacidad de “hacer pasar al acto una potencia común[3]”, es decir, la de filosofar en acto. ¿Podría decirse que hacer memoria es filosofar en acto? O, ¿estaríamos aludiendo a la contra-memoria? Es decir, a las narrativas no oficiales del exilio y la llegada de quienes se exiliaron en México, por ejemplo. ¿Hacer un ejercicio de contra-memoria, es un antídoto contra la represión de la que tanto nos invitó a pensar Freud?, ¿la contra-memoria se puede pensar como los restos de los que nos habla Derrida? La contra-memoria: ¿antídoto contra el olvido? Así como Heidegger[4] (1990) se pregunta qué habla cuando se habla, me pregunto: ¿qué se olvida cuando se olvida? Olvidar… Como si eso fuera posible, pues lo que permanecen son los restos y su potencia; el cuerpo de la huella escrita[5], diría Derrida. Tomaré como metáfora, y no como un hecho histórico, tu recuerdo del columpio y de la brisa cálida:

 Te columpias y, en tanto niña, algo de tu infancia se mece, se recupera, emerge nuevamente… La infancia que el exilio te había arrebatado violentamente muere, no contigo, pero sí sin ti. Te conviertes en otra para ti misma; un reflejo lejano, pero familiar. Ya no eres la misma, eres otra-en-ti-misma. En las notas de internet se lee: “El 13 de junio, [el Sinaia[6]] llegó al puerto de Veracruz. Allí desembarcaron los mil 599 pasajeros (953 hombres, 393 mujeres y el resto[7] niños menores de quince años)[8].” La infancia: un resto. ¿Eterno trabajo de duelo?, ¿qué es la infancia? Al comienzo de esta carta-ensayo, te conté que algo de mi infancia murió cuando te moriste. Cuando te moriste, anticipé mi muerte, y la muerte anticipada es fantasmática y simbólica. Es por eso que se escribe como antídoto o, mejor dicho, como phármakon: la práctica escritural desde la angustia, por la angustia y para “amortiguar” la angustia (Derrida, 2017). El phármakon actúa en los pliegues, en la liminalidad del recuerdo y la memoria. El columpio como una línea de fuga[9] capaz de fugarse de sí misma… Columpiarse y sentir la brisa; el cuerpo como archivero hacedor de la memoria. Un columpio es un no-todo, puesto que no es absoluto y es movible, diferente, y no es del todo firme. Y la brisa, es tan solo un fragmento del clima más amplio. A mi parecer, Heidegger[10] se equivocó cuando visitaba la serenidad como motor para el pensamiento. “No hay pensamiento sin caos”, diría Derrida.

Cuando te moriste, me topé con lo real de la muerte y el vacío que conlleva tu ausencia; toda ausencia. La vida: preámbulo de la muerte. ¿Qué se habla de la muerte cuando se habla?, ¿quién la habla? El habla habla[11] de la muerte. Escribir (sobre) tu muerte sin rumbo ni metodología prefijada, sin preguntas guía, sin serenidad posible. Escribir tu (la) muerte afirmando el caos y la catástrofe (para retomar a Derrida), que deja. Nunca un duelo es solo un duelo. Un duelo destapa otras pérdidas y un montón de otros no-duelos. Siempre hay restos. Nunca muere solamente unx. Algo de quien se queda en/con vida, también muere. ¿Y qué hacer con eso?, ¿cómo autorizarse a hablar de la muerte y no que lo que se dice de la muerte nos hable? Cuando te moriste, se murió mi infancia.


Sobre la autora:
María Antón Ordorika. Nací en México en 1990.  Viví en Meudon, Francia, de la edad de 1 a 4 años. Luego regresé a México y, desde entonces, he echado raíces en este bello país. Mi relación con la palabra y la escritura, ha sido tan compleja como la de cualquiera. Ha consistido en tomar la palabra y en autorizarme a ella. Me dedico al psicoanálisis, y actualmente estudio en el Colegio de Saberes el posgrado en Saberes sobre Subjetividad y Violencia. Toda escucha apuesta por la vida, el deseo y los andares de la palabra. 

Imagen compartida por la autora.


[1] A., hace referencia a mi prima hermana.

[2] Lugones, M. (2014). Colonialidad y género. Tejiendo de otro modo: feminismo, epistemología y apuestas descoloniales en Abya Yala, 57-74.

[3] Stiegler, Bernard. Pasar al acto. Editorial Hiru. Hondaribia. 2005.

[4] Heidegger, M. (1990). El habla. De camino al habla.

[5] En De la Gramatología, Jaques Derrida plantea que la huella es lo que emerge de la síntesis de dos trazos, dos cuerpos, la differance. Decía puntualmente que la noción de huella no era una palabra, ni un concepto, sino un trazo que se implicaba siempre, y sin excepción, del vínculo/relación que se establecía con un otro. 

[6] Mi abuela no llegó en el Sinaia, sin embargo, hago referencia de esta nota por cómo se describe a las infancias exiliadas como un resto.

[7] El resaltado es mío, no es de la nota original.

[8] Recurso bibliográfico disponible en: [https://www.cndh.org.mx/noticia/buque-sinaia-llega-mexico-con-exiliados-espanoles-13-de-junio]

[9] Para Gilles Deleuze, una línea de fuga es posible debido a los desplazamientos narrativos que escapan de las fuerzas constitutivas del poder. Es decir que son “espacios semánticos y lingüísticos de mutación”, en donde se genera un quiebre a nivel estructural y gramatical (1995).  

[10] Heidegger, M. (1985). Serenidad.

[11] Heidegger, M. (1990). De camino al habla.


[1] Título inspirado en el fragmento de una carta que me escribió mi abuela, María Josefa Sacristán Roy (Pepa, Pepsi, Pepoa, mi abu). Que en digna rabia descanse.

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