Eva

Que levantes una escalera a las estrellas y subas todos los peldaños, que tus pies estén siempre ligeros y tú corazón alegre…

Forever Young, Bob Dylan

Este escrito lo hago libre de reglas gramaticales, de propósitos literarios. Intento fluir en mi pensar y sentir alrededor de la experiencia de gestar y ver florecer a un ser humano precioso como tú. No pretende ser un tedioso texto de consejos y moralejas de una madre que cree saberlo todo, que ve a su hija como alguien de menor entendimiento. De quien se ostenta con soberbia frente a su descendiente considerándola únicamente como una discípula y no una persona con quien aprender y crecer juntas. Mucho menos de alguien que apruebe el dicho de tan moda hoy entre algunos mayores en mis tiempos si había valores; peor aún la aberrante frase todo pasado fue mejor, con el fin de hacer sentirla que su espacio y momento carecen de sentido. Pretendo reflexionar sobre mi actuar como madre, reconocer mis errores pero ante todo mis malas intenciones y pedirte disculpas no para recibir consuelo, simplemente para que te liberes de ellos y viajes más ligera en tu existencia. Tampoco busco justificación ni en ti, ni en mi, ni mucho menos en los demás que al final de cuentas me importan nada. Estoy segura que no soy la única madre que en momentos actué consciente de estar hiriendo a mi hija y aún así no me detuve a tiempo. Nada más falso que todas las madres somos buenas o que laceramos sin darnos cuenta; nada más hipócrita que una madre que actúa maliciosamente amparada en su papel de víctima por sufrimientos pasados y traumas, porque todos tenemos la capacidad de superarlos. Si no lo hacemos es porque nos gusta la manipulación y extorsión emocional con el permiso del socialmente incuestionable personaje de la madre. Como dijera nuestro gran poeta Manuel Acuña: “…mi madre como un Dios”.

Me admito como persona con muchos conflictos y malos sentimientos; he ejercido a conciencia y en muchas ocasiones mi naturaleza salpicada de crueldad. Y mis similares que se vean a sí mismas libres de ello, que se levanten un altar de santidad para que sus vástagos se hinquen con las rodillas ensangrentadas mientras ellas esbozan sonrisas de satisfacción. Yo no creo en las santas y por ende no me incluyo en tan detestable grupo. Cabe mencionar que tampoco me gusta celebrar el exaltado Día de las Madres que, para mí, funciona como catarsis y nos impide reconocernos y aceptarnos como realmente somos.

Las inmaculadas en un país que tiene como requisito encomiar a la madre como sea, empezando por ser devoto guadalupano ¡imperdonable el que no lo haga! ¡Todos los mexicanos somos guadalupanos! Sólo así podemos aspirar a ganar el cielo, aunque vivamos en una tierra con los índices más altos de feminicidios. He ahí el amor a la mujer, a la madre…o tal vez es el resultado de la rebelión hacia el silencio obligado de lo que en el fondo se detesta y que finalmente se transmuta de amor a odio, de vida a muerte. Deseo en este escrito, ante todo, enaltecer tu autoconstrucción a pesar de mí. Ha sido tu lucha, es tu logro. Respeto tu tiempo y tu espacio, y admiro tu ideología, tu forma de razonar, de ser y actuar. Yo fui quien decidió traerte a la vida, sería una absurda contradicción maldecir tu época. Sería egoísmo, demasiada pretensión y hasta crueldad quererte manipular para hacerte otra yo en un mundo ajeno o que encajes casi con perfección en esquemas sociales, algunos tan absurdos como obsoletos.

A tu corta edad has logrado cosas asombrosas por ti misma, no cabe duda que la vida responde a tu ímpetu. Te trazas metas y las persigues con libertad, porque no te detienes en pequeñeces, porque eres incapaz de dañar a alguien, porque no pierdes tiempo juzgando a los demás, porque estás muy lejos de ser una persona emocionalmente miserable. Nadie ha podido chantajearte y obligarte a cargar cruces divinas o ajenas y de las tuyas estás aprendiendo a liberarte, porque tus principios son más humanos y sólidos que los golpes de pecho. Me gusta cuando me dices que el sufrimiento no es requisito para vivir. Tienes razón, que se flagelen aquellos que le gusta llevar equipajes pesados y peores aún, los que disfrutan colocarlo en los hombros de los demás. Que se revuelquen en sus culpas los soberbios que se ostentan como jueces morales y que pretenden mantener sojuzgados a otros con doctrinas y esquemas de comportamiento, sobretodo a esos que son incapaces de hacerlo por propia convicción. Admiro que no te has dejado engañar por los que pregonan la fe, andar con los ojos cerrados, cuando la vida requiere tenerlos bien abiertos.

Debo aprender de ti que no te humillas ni te sientes menos que nadie, ni por tu origen, ni tu color de piel o cabello, aunque procedemos de una familia acomplejada y racista (como tantas en nuestro México) y reconozco con profunda vergüenza haberlo expresado contigo. Tampoco te decreces porque te hablen en otro lenguaje ni esperas que comprendan el tuyo, sino que te esfuerzas por entender otras formas de hablar, de pensar y sentir y de ninguna forma te humilla. La sabiduría ganada a tu corta edad pero, sobretodo, la inteligencia emocional que te caracteriza y que no es hereditaria ni producto de la vida familiar, te han llevado a cumplir sueños impensables para otros. Siempre tienes la palabra gracias en tu boca para quien te ofrece el más mínimo gesto de amabilidad. Eres sensible y solidaria, porque de verdad te duelen las carencias ajenas, pero con la suficiente inteligencia para no vivirlas ni sufrirlas como propias.

Aunque no te gusta expresarlo abiertamente, intuyo que te fuiste de México por la crueldad social, por la discriminación, racismo y clasismo, la misoginia y machismo. Estoy de acuerdo contigo, aunque te extraño. Pienso que somos una sociedad que se autodestruye, que aparecemos en el imaginario cultural como “cálidos y solidarios” pero que nuestra cotidiana realidad dicen otra cosa. Vivimos violencia, inseguridad y delincuencia que todos comentamos, pero si alguien se atreve a huir de aquí, es calificado como antipatriota, como si fuera obligación estar aquí sufriendo. Pero admiro que no te importa lo que opinen de ti al respecto. Estás buscando tu espacio en el mundo y te quedarás donde te sientas bien pese a las opiniones y críticas de patrioteros. Por mí está bien que hables en el idioma que se te peque la gana aunque no sea el materno; la identidad cultural es un derecho humano y si no fuera así, siempre hay quien va a la vanguardia para lograr cambios. Tú eres de esas personas.

Es tu derecho casarte o no, por el civil o por la doctrina que te convenza o simplemente se te antoje por el ritual social o la vestimenta. Ten hijos o no lo hagas, ama y vive con quien quieras, tus decisiones siempre serán acertadas porque sabes lo que quieres. Es tu vida, sigue el camino que te traces y que te importen un bledo la opiniones de familiares, pastores o sacerdotes, de abogados o de vecinos o la mía, la gente siempre va a hablar. Sé que no perderás tu autonomía de pensamiento y conducta, y desde aquí te ayudo a mandar a la mierda a los que te quieran meter al rebaño como oveja desencajada. Me consta que eres absolutamente responsable contigo misma, tú sabrás que hacer respecto a tu cuerpo y tus sentimientos. Me gusta ver como lanzas al viento los prejuicios de cualquier tipo y sé que siempre tendrás la fuerza para hacerlo.

Y sin pretender ponerme dramática, deseo que el día que me muera no me recuerdes porque te guié, ni porque fui tu “amiga” usándote como recipiente de mis problemas, ni porque te eduqué y mucho menos porque te bendije (tan de moda hoy en día las “bendiciones” por aquí y por allá). Sólo deseo que sientas en tu corazón todo lo que te amo donde quiera que yo esté, o no esté, cuando lo esté, porque el amor perdura más allá del ser. Si algún día requieres de mi apoyo aquí estoy incondicionalmente para lo que sea, para ti siempre.

Tu naturaleza es la de un espíritu libre al que agradezco haber engendrado. Tu alma es enorme y densa en tu diminuto cuerpo y eso te hace como un agujero negro que absorbe toda la belleza del Universo, por eso dentro de ti hay galaxias, estrellas y luz infinita.


Sobre la autora: Eva Leticia Brito, nacida en la ciudad de México. Licenciada en Restauración de Bienes culturales Muebles en el Instituto Nacional de Antropología e Historia y doctora en Estudios Mesoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha trabajado y vivido en varias entidades como Campeche, Yucatán, Chiapas, Nuevo León, Morelos y estado de México, lo que le ha permitido conocer las condiciones de vida de mujeres de varias regiones y grupos étnicos. Ha publicado artículos científicos en México, Francia, Portugal y Corea del Sur. Escribe cuentos y relatos, considera que a través de la palabra se conocen formas distintas de pensar, ser y actuar, contribuyendo a ser más respetuosos con quienes son diferentes. Sus textos son acompañados de imágenes de Carlos Abraham, un fotógrafo mexicano ganador de varios premios nacionales e internacionales.

Fotografía: Carlos Abraham

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