Las mentiras que nos contamos

A un año de mi separación, no puedo evitar ver cómo es la vida de las mujeres a mi alrededor que viven emparejadas. Ahora que lo veo de lejos, confirmo que mi autonomía e individualidad nunca estuvieron comprometidas por vivir con un hombre, pero yo también me contaba mentiras…

Y es que sí, yo me iba tres días de mi casa para quedarme con mis amigas, me iba una semana de vacaciones con mi amiga y sus crías, me quedaba con mi mamá si me agarraba ahí la noche. Nunca tuve la presión de estas pequeñas “cosas de pareja” que nos hacen hacer los vatos para enajenarnos: que si el super juntos, que si ir al cine juntos, que si el aseo juntos, que si la comida juntos, que si todo lo que se pueda juntos… y tal vez eso nos costó la relación, pero nunca nuestra autonomía, el ser seres completos la una sin el otro y el uno sin la otra. Pero yo también me contaba mentiras.

Me contaba mentiras… que sí, que un vato decente, que no me grita, que no me cela, que no me controla, que no me pega, que no me prohíbe, que no me engaña, que no consume porno, que no compra mujeres. Que no, que la falta de escucha y de conversación no pesaban tanto. Que no, que el alcoholismo de los primeros años de mi relación ya no importaba, que se había quedado ahí. Que no, que el que no se moviera a mi ritmo tampoco era importante.

Que sí, que qué cómodo no tener que lavarle, plancharle, cocinarle, limpiar su desorden. Que sí, que qué chido que no invadiera mis espacios, que mis amigas nunca tuvieron siquiera que conocerlo, porque en 10 años de relación, tengo amigas que ni siquiera lo conocen porque él no se metía hasta en la sopa y yo no le imponía su presencia a mis amigas, no creía que era él bienvenido sólo por ser él. Que sí, que todo eso muy bien. Pero yo también me decía mentiras.

Mentiras que tal vez aún no quiero decir en voz alta. Mentiras que yo me contaba para sobre llevar lo disparejo que es vivir en pareja con un hombre, aunque fuera uno decente, aunque fuera inteligente, noble, hogareño, cariñoso, atento, fiel, comprensivo, amoroso, compañero, protector, buen padre, buen proveedor, buen ciudadano, etc., etc., etc., de un sinfín de cualidades que nos ponemos a atribuirles y que muchas veces no existen. Son las mentiras que nos contamos.

Que no, que no importa el masnplaining constante, que hasta me puedo hacer la que no sé. Que no importan sus miradas lascivas a nuestras amigas, que hasta puedo decir “es que mi amiga está preciosa”. Que no importa su clasismo disfrazado de “corrección”, que hasta puedo hacer como que estoy de acuerdo. Que no importa que hable mal de mis amigas o de mi mamá, que hasta puedo pensar que tiene razón por las cosas que le cuento. Que no importa si su deseo de “autonomía”, para mí, sea pura apariencia, que hasta puedo hacer como que no tengo otras aspiraciones. Que no importa si cuando se enoja me grita, que hasta puedo entender por qué estaba enojado.

Que no importa que consuma porno, que hasta puedo entender que nadie lo educó. Que no importa si es alcohólico, que hasta puedo echar fiesta con él. Que no importa si es adicto, que hasta entiendo que fue la única forma que tuvo de fugarse de su realidad. Que no importa si le tira la onda a otras estando conmigo, que hasta puedo pretender que “sólo es coqueto”. Que no importa si me pegó, que hasta puedo decir que “nos pegamos” porque yo lo provoqué… y así, el amor romántico nos permeó hasta el tuétano, y nosotras mismas nos contamos mentiras, sobre nosotras, sobre ellos.

Y es que vivir emparejadas es, siempre, poner en el centro a la pareja, y para eso tenemos que contarnos mentiras sobre los vatos con los que una vive.

Y sí, mi ex era un vato decente, pero porque los hombres se benefician directamente de la violencia explícita y extrema de los otros hombres: con eso, en automático, tienen que hacer poco, bien poco para ser mejores que el resto. Casi basta con que no sean golpeadores, violadores o feminicidas. Ahora piensen en el pedestal en que ponemos a los vatos que no gritan, que no celan, que no engañan o que nos tratan con un mínimo de decencia humana. Y aquí estamos, contándonos mentiras para sobrevivir a la heterosexualidad obligatoria, para que el sistema monógamo no nos deje rotas, para que el hecho de que ellos se hagan tan indispensables y necesarios en nuestras vidas no nos llene la cabeza de deseos de huir.


Sobre la autora: Alejandra Millán Feria. Licenciada en Ciencia Política por la Universidad Autónoma Metropolitana. Feminista con diversos diplomados con perspectiva Jurídica en defensa de las mujeres. Fundadora de la colectiva “Violetas Soreciendo”, participó como Editora Ciudadana de la Constitución Violeta de la CDMX, y forma parte del Consejo Consultivo y Ciudadano para el Seguimiento a casos de Feminicidio y otras formas de Violencia Contra las Mujeres. Docente, educadora y tallerista con enfoque de género.

Un comentario en “Las mentiras que nos contamos

  1. Amé este texto. En él encuentro que pareciera parte de nuestra naturaleza contarnos mentiras, vivir fabricando una vida donde justificamos cada acto dándole siempre una justificación, quizá con la espera o deseo de que algún día las cosas serán difíciles. Las mujeres que venimos de una familia tradicionalista, con valores y buenas costumbres sin duda alguna ya estamos bastante bien «educadas y enseñadas» a seguir las reglas porque así lo dice y marca la sociedad, porque así lo dice mamá y porque así lo he visto toda mi vida generación tras generación. Hoy que soy mamá me doy cuenta que esos vicios heredados se hacen leyes, sin embargo creo que mientras esté consciente de que soy colaboradora de mis propias mentiras jamás alcanzaré una autonomía, ni una validez por ser quien soy, como ser individual y completo debo romper con viejas costumbres y patrones bien enseñados y aplicados para que no sean heredados a quien viene tras de mi….

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