Lo agridulce de la muerte

La muerte tiene muchas formas y se manifiesta de distintas maneras. La primera vez que supe de ella fue a los seis años, edad en la que falleció mi abuelo paterno. La muerte se materializó en aquella llamada que llegó a la casa para avisarnos que mi abuelo no había logrado superar una cirugía que según los médicos era menor. Recuerdo el velorio, los llantos, el féretro abierto, recuerdo a mi abuelo con sus ojos cerrados y el algodón en los orificios de la nariz y las orejas. Mi padre me cargó para mirarlo, para despedirme de Salomón, el que me regalaba chocolates Carlos V.

La segunda vez que la muerte apareció en mi vida fue cuando falleció mi bisabuela paterna. La muerte de Clarita nos afectó mucho, al enterarnos partimos hacia Michoacán para despedirla. En medio de la tristeza y de la carretera que mi papá se sabe al dedillo y nos reclama cada que puede el no saberla de memoria, ahí estábamos en el auto cantando canciones y riendo. Ese fue el día donde mi mamá nos dijo que cuando ella muriera quería que riéramos y no que lloráramos.

Sin embargo, los deseos de mi madre no se cumplieron, porque cuando falleció hace catorce años no reímos. La muerte fue inesperada y despiadada. La muerte rondó a mi mamá por una semana hasta que decidió llevársela de mi lado, a pesar de que le rogué, a quién fuera, a un Dios que en ese momento no me escuchó, que por favor me dejara estar con ella más tiempo.

La muerte fue culpa. La culpa de una de mis hermanas por salir el día que operaron a mi abuelo; la culpa de otra de mis hermanas por no haber podido viajar a Michoacán a despedir a mi bisabuela; la culpa de esa misma hermana que estaba lejos cuando mi mamá falleció. La culpa fue la que sentí al no haber llamado a mi mamá y decirle que había soñado que moría, de no decirle lo mucho que la necesitaba, lo mucho que necesitaba su aprobación, sus consejos o regaños, lo mucho que lamenté no haber pasado más tiempo con ella.

La muerte fue negación. La misma que sentí los años siguientes al fallecimiento de mi madre. La muerte fue una esperanza: la misma que sentía al pensar que si dormía con el celular a mi lado, mi mamá llamaría para decirme que me esperaba en su auto. La muerte fue muchísimo dolor, porque el duelo me carcomió diez años, en los que necesitaba el dolor para recordarme su ausencia.

La muerte fue paz. A los trece años cuando los pensamientos suicidas aparecieron en las noches de insomnio, “¿y qué tal que mejor no existiera?”, fue lo que leí en uno de mis diarios. Pensar en no estar aquí, en no sufrir, en cerrar los ojos y que todo se acabara me daba un sentimiento de paz.

En una clase de filosofía en la preparatoria un profesor nos preguntó: ¿creen que el suicidio sea un acto de cobardía o de valentía?, todos opinaron que era cobardía y yo disentí. El profesor inmediatamente me pidió argumentarlo, le contesté que se necesita valentía para dejar todo atrás, para soltar a tus seres queridos y abandonar lo terrenal. Para entonces, pensar en mi muerte me daba una sensación de alivio, de saber que tenía una alternativa a sentir todo y demasiado.

Me descubría en elucubraciones sobre cómo moriría, cuál sería la mejor manera de hacerlo, cómo reaccionaría mi familia y mis conocidos ante la noticia, como aquella escena de la película Submarine, donde el protagonista relata que la “única manera de atravesar la vida es plasmarme a mí mismo en una realidad enteramente desconectada” mientras describe cómo sus conocidos recibirían el anuncio de su muerte. Supongo que es algo narcisista pensar en cuánta gente lloraría o le pesaría tu partida, pero en mi cabeza el sufrimiento que les causaría podría ser pasajero y continuarían con su vida.

Por otro lado, después de que mi mamá murió, la muerte o, más bien pensar en mi muerte significaba un reencuentro. No me considero espiritual o una mujer con mucha fe, pero me obligaba a creer con todas mis fuerzas que había un “allá” en el que volvería a ver a mi mamá, aún lo creo o me obligo a creerlo.

Luego, resolví que algo dentro de mí murió con ella, como si toda la felicidad del mundo se hubiera extinguido. La verdad, pienso que en la vida tenemos varias muertes, algo siempre se muere dentro de nosotras con cada dura afrenta, cuando perdemos a alguien, cuando los sueños no se cumplen, cuando nos perdemos a nosotras mismas, cuando te decepcionan, incluso cuando crecemos o cuando, efectivamente, la felicidad de todo el mundo se evapora.

Aún ahora pienso que debo hacerme auto desfibrilaciones para poder continuar en esta vida. Hace unos tres años que los pensamientos suicidas no atacan por las noches como monstruos del armario esperando salir, pero la muerte siempre está presente, todo el tiempo, todos los días, irremediablemente. Hasta aquí, me da miedo que con esto que escribo quede al descubierto algo que tanto he intentado ocultar por medio de mis chistes insulsos, mi incipiente ironía y sarcasmo que, en ocasiones, saca las risas de la gente: soy, en realidad, muy darks.

Por eso mismo es que me confronta toda la idea de la muerte. Me confronta vivir en un país donde se celebra la muerte, como lo quería mi mamá. Un país donde hacemos calaveritas para enunciarnos a nosotras mismas que “La Parca nos ronda”, porque, de hecho, no hay nada más cierto que eso. Me confronta que los funerales en los pueblos sean una fiesta, donde las familias que ven partir a su ser querido hagan comidas para quienes asisten al velorio; me confronta que, a decir verdad, me guste eso de la cultura mexicana. Pero me confronta más, que la muerte en México es un tema muy siniestro.

En México, la muerte se contabiliza en aquello que llaman homicidios dolosos, en fosas clandestinas, en notas rojas de periódicos; la muerte se cuenta con profunda indignación en este país. México libra una batalla con la muerte, con el dolor que trae la muerte, se materializa en las marchas y en las consignas que ya no nos alcanzan porque la muerte en México es atroz.

Cuando mi familia o amistades comenzaron a ver que me interesaba el tema sobre la violencia en México, que leía ávidamente lo que pudiera sobre aquellos pueblos— como donde vivió mi bisabuela Clara, lugares olvidados por el Estado y por la Ciudad de México— que vivieron el recrudecimiento de esa violencia. Pensaron que era morbo, “¿Cómo puedes leer eso, es de terror?” Y yo, que siempre he sido aficionada del género, me enfrentaba a un terror que no comprendía, por eso lo leía, porque no podía entender de dónde se originaba y cómo era posible tanta barbarie.

Las dolorosas y perturbadoras historias que leí estaban llenas de muerte, pero también de injusticia, de impunidad, de corrupción y de indiferencia. Resolví que la forma en la que La Parca nos asecha en nuestras calaveritas literarias, se vuelve siniestra cuando pensamos que está más cerca a la consigna de las madres que perdieron a sus hijas e hijos: “te puede pasar a ti”. En realidad, un monstruo puede venir por ti y arrebatarte la vida. Así que la muerte dejó de significar paz o alivio porque se transformó en una realidad aterradora.

En mundo donde muchas personas sufren, donde hay muerte en todas partes de las maneras más crueles y desgarradoras, también la muerte significa la vida, un constante recordatorio de que, si ese es el final, estamos en el trayecto, sigo en él mientras escribo esto, y como ciudadana con tan poco poder de influencia no me queda más que honrar a quienes no están viviendo. Mi madre debió de decirnos que cantáramos con ella en vida y no en su muerte, pero lo que entendí después es que en su muerte ella se volvió eterna.

La muerte para mí es agridulce. A veces pienso en ella, a veces me aparece en las noticias, otras en los feed de las redes sociales, otras tantas las veo en las películas, las escucho en las canciones, como en aquella oda que Omar Rodríguez López y Cedric Bixler-Zavala le escribieron a su amigo y mentor que se suicidó en El Paso. Tal vez, la muerte significa más para quienes nos quedamos en la Tierra y hacemos ceremonias y rituales para ella, porque las estrellas mueren en el universo como un trámite más.

Imagen: Getty Images

Sobre la autora:
Daniela Caballero (1990) Feminista, apasionada habitante de la Ciudad de México y comunicóloga en continuo aprendizaje. Ha colaborado en agencias de marketing digital y organizaciones de la sociedad civil. Melómana sin remedio, soñadora empedernida, pesimista de profesión y fiel creyente del trabajo de las mujeres. Amante de la fotografía, el cine, la escritura, el olor a libro nuevo y adicta en rehabilitación del chocolate y los malos hábitos.

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