Amé dieciocho veces pero sólo recuerdo tres

(Inspirado en el cuento homónimo de Silvina Ocampo)

Lo recuerdo saliendo de mi vida por la misma puerta que crucé para entrar a su casa. Me recuerdo sola en la cama, enredada entre sábanas y constantes lágrimas. De pronto, la mirada fija de un oscuro insecto me paraliza. Un alacrán negro salió del ropero de un departamento del tercer piso de un viejo edificio de la colonia Doctores del entonces Distritito Federal. Eran las dos o tres de la mañana.

Agazapada sobre las almohadas, sentí el sudor frio escurriendo por la espalda y por la frente. El alacrán desde el piso me mostraba sus largas tenazas. Tensión. Duda. Miedo. Por fin me atreví. ¡Pum, pum, pum! Nada más tres chanclazos le di. El primero falló, los otros dos lo aniquilaron. No dormí más, tampoco pude recoger los restos del nocturno mensajero, pero su aviso fue contundente: era el momento
de partir y no volver jamás.

¡Pum, pum, pum! Nada más tres chanclazos para concluir de una buena vez y para siempre, aquella historia de amor que había durado trece alegres años, con epílogo de tres meses de mentiras y simulación.

Aquella historia, con música de fondo comenzó en los pasillos de la juventud. Él y yo con abundantes y largas cabelleras. Reuniones, bibliotecas, rock en español. Fueron tiempos de la utopía, de la Perestroika, de Bush-padre y su guerra del Golfo Pérsico, del antes y el después de la caída del muro de Berlín, de las
interminables llamadas en teléfonos públicos, de las dolorosas dudas vocacionales, de tener sexo en los salones vacíos y de tener cédula de contribuyente por primera vez.

En el recuento de los daños: resulta que crecimos, perdimos mucho pelo, energía, sentido del humor, ganamos peso, seriedad. Dejamos de mirarnos a los ojos y de decir lo que cada uno necesitaba.

De las otras 17 veces que amé, confundo a tres hombres: Samuel, Said y Zósimo.

Tan parecidos entre sí, que los recuerdo fusionados en un titán. De sus labios gruesos y deliciosos brotaban robustas palabras para explicarme con mucha calma, todas las cosas que sucedían a mi alrededor. Cada uno de los acontecimientos del mundo debía ser filtrado por su entendimiento y después
explicado de manera accesible para que yo viviera con la certeza de que nada me faltaría por conocer. El gran maestro y yo, eternamente su alumna.

Me llevaba de paseo al bosque en su motocicleta. Con un solo movimiento de su brazo me ponía en la copa de los árboles, en la cima de las montañas, en la cúspide de las pirámides.

Siempre tuve miedo de caer y al mismo tiempo experimentaba un fascinante deseo de pisar el borde del abismo. Ganas de caminar con los ojos cerrados en medio de la tormenta. Aminorar la gravedad para sentir el placer de perder el control, ese que nunca tuve.

Él siempre estuvo ahí para protegerme, para darme todo lo que yo necesitaba antes de pedirlo, para callar mis incómodas preguntas con sus besos. Yo tenía miedo de perderlo, de que nadie más me amara de esa manera. Jugaba a no saber nada para que él me explicara todo de nuevo. Jugaba a ser frágil para que él se hiciera cada vez más grande.

Una noche sin luna, en nuestra pradera favorita, después de bajar de la motocicleta, me abrazó de tal manera que sentí mi cuerpo desvanecerse entre sus brazos. Tan fuerte me apretó que su corazón hacía rebotar mi cuerpo sobre su pecho.

Con caricias sofocantes me sentí totalmente abatida. Me faltaba el aire pero me sobraba amor. Quise escapar y me apretó más fuerte. No podía gritar. Mis patadas eran a penas mimos para él. Sentí un último apretujón y salí volando. Me estrellé contra un árbol. Mi cuerpo estaba herido, mi corazón roto y mi
entendimiento aturdido. ¿Qué haría ya sin él? ¿Cómo entendería el mundo sin sus largas explicaciones? Nunca supe si él me había aventado o si yo medio asfixiada había podido fugarme por los aires.

El último amor que recuerdo empezó con mucho cuidado para no equivocarme. Me aferraba al piso como un cauteloso alacrán, pues no quería perder la dimensión de los hechos. –No más sobresaltos- me decía, pero el amor siempre me sorprende. Lo esquivé durante años, mientras recuperaba mis palabras y se cerraban todas mis heridas. Impetuoso me esperaba en un trago de agua.

Bebimos de la misma botella que había lanzado al mar. Intercambiamos las gotas que quedaron en el borde. ¿Sin querer? nos contagiamos de unas enormes ganas de conocernos, de beber cerveza y de bailar.

Llegó el día. Nos convertimos en anémonas. Con emoción de adolescente bailé tratando de ocultar el entusiasmo que me producía reconocer que nuestros cuerpos se movían como si hubiéramos bailado en catorce vidas pasadas. Roces discretos, sonrisas encendidas, mejillas rojas, manos suaves y vivaces que no
sabíamos dónde poner. Fantasía marina en el centro de la ciudad.

Entrelazando docenas de brazos, cada miércoles vamos al otro lado de la luna. Nos inventamos nombres y recolectamos palabras tiradas en la arena. Mil posibilidades de ser cuerpo en un cuerpo similar al mío. A veces somos rosas, a veces ojeras de insomnio voluntario.

De jueves a domingo, viaja escondida en mi zapato, o sumergida en mi té de naranja con canela, y yo voy tranquila colgando de su oreja.


Sobre la autora: Carmen Trejo. Actriz mexicana, dramaturga, escritora y gestora cultural. Fundadora y Directora de la Compañía Ellas en Escena / teatro con visión de género. Feminista con amplio sentido del humor. Ávida de aprender cosas nuevas todos los días, hace teatro y escribe para crear mundos desde la dignidad y la alegría de las mujeres.

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