¿A dónde van los lamentos de los árboles al caer en medio del bosque?
¿Quién derrama lágrimas de despedida?
Mi abuela murió una tarde de septiembre; aunque si me preguntan, en realidad dejó este mundo un año antes. Se fue despacio y con el mismo sigilo de las primeras hojas de otoño. Su cuerpo se apagó lentamente, mientras su larga enfermedad alimentó mi culpa. Ésa que religiosamente nos enseñan para limitarnos, para castigarnos. La culpa dolorosa y egoísta; yo diría la más humana.
Un deseo fervoroso por alcanzar el final de la agonía, un pensamiento callado y temeroso de ser compartido. Porque, ¿quién en su sano juicio desearía la muerte de su ser amado para terminar con su sufrimiento?
El corazón de mi abuela dejó de latir entre cables y sonidos de aparatos médicos. Hacía días su cuerpo se había cansado de luchar, sin embargo, legalmente aún no era tiempo de dictaminar su muerte. En aquella habitación, a mis 16 años, me hice una promesa: Jamás intentaría prolongar la vida en contra de los deseos de mi ser amado, sólo para retrasar el encuentro con mi miedo. El miedo a la pérdida.
Después de mi primer encuentro con la muerte, pensé estaba preparada para aceptarla. Al final, la única certeza en esta vida, es el término de la misma. Mi soberbia intelectual llegó muy lejos.
Pato murió en mis brazos un sábado a las once de la noche. Algunos dirán, “era sólo una mascota”… para mí, era mi hermana de vida. Agoté todas las posibilidades para llevarla a un veterinario, nadie pudo atenderla. Tras la última negativa, tomé su cuerpo cansado entre mis brazos y me acosté con ella. Cada respiración sobre mi pecho era un doloroso pensamiento de culpa: Si no hubiera ido a trabajar, si no me hubiera distraído con esa plática insignificante… si me hubiera dado cuenta que algo estaba mal.
Pero nada se podía hacer. Entre la impotencia y el dolor, supe estaba frente a la muerte, nuevamente. No tenía más opción que soltarla. Acompañé a pato en su agonía, con el mismo ritual que teníamos al terminar el día. Entre la oscuridad, después de expresarle mi amor y gratitud por llegar a mi vida… cerró sus ojos. Tardé un año para desaparecer la sensación de su último suspiro en mi pecho. Desde entonces, comenzaron los episodios de ansiedad y ataques de pánico.
Aquel 2019 toqué fondo, la depresión me abrazó para no soltarme. Por primera vez, sentí la soledad. Me encerré una semana en mi departamento, sin bañarme ni cambiarme. Tirada en el piso, recordé la última escena de una serie: The affair.
Allison- la protagonista- yacía muerta en el mar. Mientras su cuerpo se hundía en el azul del agua, la tranquilidad se reflejaba en su rostro, o eso creí ver.
Allison fue asesinada por un hombre en quien confió, y maltratada en incontables ocasiones por otras ex parejas, con la justificación del amor romántico.
¿Por qué la imagen de una mujer en esas condiciones me despertaba tranquilidad, incluso envidia? Con el tiempo lo entendí: Me reflejaba en ella, en su sufrimiento. Ahora lo sabía, estaba rota o mejor dicho, muerta en vida. Una muerte que apenas conocía, la primera de muchas.
Mi primera muerte sucedió en 2017, de la mano de quien me juró amor y protección. La misma promesa de los hombres violentos, disfrazados de compañeros perfectos. Su abuso acabó conmigo desde lo más profundo del ser. Y a pesar del dolor insoportable e interminable, levanté los pedazos de un cuerpo destruido por la humillación y mi propia re victimización, para reconstruir en silencio mi vida. Pero la reconstrucción siempre guarda la imagen de la destrucción. Nunca volví a ser la misma.
¿A dónde van los cuerpos rotos en este mundo capitalista? ¿En dónde se guardan los desechos de la oferta y la demanda, cuando no sirven más para ser explotados?
Cuando somos niñas nos enseñan a tirar lo inservible. Si un juguete se rompe, va a la basura y si tenemos suerte, se compra otro. Solución rápida para una sociedad de acelerada cotidianidad. Lo mismo pasa cuando nos caemos. Una rápida revisión, y si la sangre no tarda en detenerse más de 30 segundos lo cubrimos con un apósito sin “hacer más drama”, dice la gente.
Con los años, el cuerpo se cubre de heridas indetectables. Aunque si observáramos bien, podríamos hacer un mapeo exacto de nuestras lágrimas y sus infinitas historias contenidas en la piel. Entre cicatrices silenciosas, las mujeres nos desgarramos poco a poco. Eso sí, quedamente para no ser enjuiciadas como victimistas.
Mi madre dice que el cuerpo debe doler, porque está vivo. Ella misma vive con dolor desde hace años; pero cuándo la agonía es suficiente.
¿Cuándo podemos aceptar el cansancio de nuestro cuerpo y la necesidad de detener el sufrimiento?
Por qué nos cuesta tanto gritar al mundo nuestro hartazgo cuando la realidad es muy jodida. Cuando nos pesa como loza en la espalda. En cambio, acallamos nuestras voces rendidas para interpretar el mejor personaje en este teatro que llamamos vida productiva.
De ahí que el sistema nos impida gritar nuestro cansancio sin miedo a ser vistos como un peligro hacia nosotros mismos. El mismo sistema que me rompió con su exigencia, me desgarró hasta agotar mis huesos y sin poder caminar con el único fin de cumplir expectativas. Un interminable juego de ajedrez con la muerte sin un ganador.
En medio de mis incontables finales, aprendí a esperar la muerte con M mayúscula, pero no como un destino trágico. La espero porque amo profundamente la vida, eso sí… no suplico eternidad. De sus intermitencias ya se encargó- sin suerte- Saramago.
Por ahora, amo la vida y sus interminables posibilidades de lucha, creación y resistencia.
Sobre la autora:
Jacqueline Alarcón. Guionista/locutora de televisión, especializada en perspectiva de género y en el rescate de la memoria histórica de las mujeres. Defensora de la escritura como sanación.