De la muerte que no quieres que llegue, y de los muertos que no quieres dejar ir

Nací un 31 de octubre. Escorpio. Cliché astrológico de muerte-renacimiento. Serpiente o ave fénix. Conocí la muerte relativamente pronto porque entró a la casa por mi abuela materna en mi sexto cumpleaños. Nadie pronunció palabra, pero supe exactamente cuando ella murió, por no decir ‘lo intuí’; entonces corrí al fondo del patio y me tapé los ojos, me daba mucho miedo ver un cadáver, el de mi abuela para más joder, y también muy dentro de mí se despertó ese miedo a no volver a verla. Nunca había pensado en eso antes, en la ausencia eterna.

¿Cómo haría para traerla de vuelta? No había manera, lo sabía y eso me asustaba muchísimo.

Recordé que era mi cumpleaños porque una amiguita me llevó mi regalo a la funeraria. Ella, preparada para una fiesta infantil, tuvo que cambiar su vestidito floreado por uno gris, y aunque de camino ella y sus padres pasaron a comprar lirios blancos, el regalo no lo dejaron en casa. Era un oso de peluche rosa, un Care bear con estrella en la barriga.

Siendo adolescente dejé la religión en la que me criaron. Empecé a construirme todo un mito alrededor de la muerte de mi abuela. Para mí era un suceso místico verla morir seis años después de haber nacido, no podía ser mera coincidencia, claro que no, algo debía significar, además era buen adjunto a la definición del escorpiano. Perpetua conmemoración mortuoria.

Así pasé muchos años aferrándome a un ‘trauma’, en parte imaginario, porque debo confesar que nunca eché de menos a mi abuela, sin embargo, empecé a tener un miedo brutal a que mi madre se enfermara: caos, ambulancias que nunca llegan, hospitales donde dan malas noticias…  

Lo de mi abuela era mito creado a voluntad, pretexto, quizá, para dar esa extra retórica con la que se intenta envolver la muerte en el ingenuo afán de mitigar su dolor, su extrañeza, su irreversibilidad, su simpleza.

A mis treinta y tantos me inicié en una religión donde ‘hablar con los muertos’ es fundamental porque creen que manipulan la vida de quienes, estúpidamente, seguimos siendo amasijo de carne y sangre.

Cada mañana hablaba al pie de la nada misma, para oídos inexistentes o perdidos en la lejanía del tiempo, a presencias que deberían irse, apagarse cual brasas bajo agua pero que nos encanta atizar poco más, poco menos, para sentirnos acompañados. Porque nos hemos creído que la soledad es la muerte misma, pero en vida. Vaya ridiculez.

Ahí estaba yo invocándolos: mi abuela, por supuesto; el abuelo, o sea, su esposo; la bisabuela; mi amiga muerta a los 18 y hasta los padres de un amigo lejano a quienes sólo vi una vez.

Yo, con todo mi séquito de muertos tenía la vida desmadrada. Vivía al aire, a medio vivir, a medio disfrutar, a medio conocerme. Por más que les hablaba todo marchaba igual. Velas. Café. Cigarrillos. Qué genéricos se tornan, ¿no? Capaz es cuando más vivos se sienten y una acá, muriendo por tenerles contentos para que te ayuden a vivir…

Si de algo sirvieron las horas pandémicas fue precisamente para atravesar ese miedo… ¿a qué? A mí misma. Atravesar el miedo en vez de quemarlo en llamas trémulas. Y ahí los despedí a todos, a lo David Bowie: Ash to ashes, porque los muertos tienen su hora, su sitio, no ya el de los vivos ni la potestad para guiarte o descarriarte la vida. A los tropiezos entendí que cuando dicen que ‘tienes un muerto al lado’ es un viejo patrón, algo nocivo que no has sido capaz de ver o enfrentar, desde ghostear siempre a tu ligue ‘sin razón aparente’ hasta consumirte en los efluvios de alguna sustancia placentera, da igual. Y no ‘se van’ haciendo rituales, sólo ‘obedecen’ si los miras frente a frente. Hay que despedirlos.

Recuerdo a una maestra de danza decir: “no existen los fantasmas, son mentiras, mentiras que uno ha querido contarse para no estar solo. Hay que bailar en presencia de uno mismo”, pero claro, el mundo sería tremendamente aburrido sin esos pequeños rituales espantamuertos.

Si hoy tuviera que morir, no sé si lo haría con gusto, pero sí con la tranquilidad de quien dejó los clavos de sus zapatos de flamenco bien marcados en las tarimas que quiso, literal y metafóricamente.

Ya lo canta Estrella Morente en sus bulerías: yo no le temo a la muerte porque morir es natural.

Sobre la autora:
Mariana Viveros Ventura (Xalapa, Ver., 1986). Es egresada de la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana. Correctora de estilo y redactora independiente. Colabora en proyectos de fomento a la lectura gestionados en Argentina. Ha publicado reseña, cuento, poesía y artículos en medios impresos y digitales de México, Chile, Cuba, y España.  Forma parte de la Antología de Microrrelatos Esotéricos de la Editorial Avatares (Colombia). Cuenta con estudios en danza flamenca.

Foto de Ahmad Odeh en Unsplash

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