ESTRELLA

Tenía 5 años cuando conocí a Estrella, fue en uno de los 6 cuartos de ladrillos de adobe que se construyeron en un lote baldío y que se adecuo como escuela primaria. En él la maestra Abigail nos enseño con su voz amable y su mirada tierna nuestras primeras letras, también a realizar obras de arte con sopa de codito y bolitas de papel bañados en pintura. Recuerdo bien aquel día, las dos llegamos a sentarnos en sillas y mesas de madera que nuestros padres habían realizado. Las mías pintadas de azul y las de ella con el color de madera natural que después fue embelleciendo con las gotas de pintura que brincaban a ella y se estrellaban dejando soles y cometas por el asiento, respaldo y sus ocho patas, otra obra de arte.

Ese día yo había llegado antes y me senté cerca a la maestra, en el semi círculo en forma de luna en que se iban colocando las sillas y las mesas de tal manera que pudiéramos verla de frente y no darnos la espalda entre nosotros al mismo tiempo (por mucho éramos como 10 niños). Ella llegó casi al final y quedamos ubicadas, por así decirlo, en los cuernos de la luna, extremo a extremo. Era una niña bellísima, con su cabello de ébano con rizos apretados (el mío era de canela enchinado que jugaba a enredar en mi dedo), sus ojos grandes color esmeralda y su tez morena rojiza, con sus dientes pequeños aperlados y un hoyuelo que se le formaba travieso cuando se reía. Nos saludamos con la mirada y una sonrisa nos enlazo desde ese momento. Como un suspiro paso ese año, en que puedo decirlo que me sentí sumamente feliz con mi primera amiga. Nos acompañábamos en cada momento, en el recreo compartíamos las galletas de animalitos (después de haber jugado con ellas representando cuentos con las figuras que nos tocaban, leones con sus melenas recortadas, elefantes bailarines, jirafas comedoras de nubes), saltábamos a la cuerda, jugábamos a los encantados o al stop con otros niños. Todo era perfecto.

Por las tardes después de hacer la tarea, le pedía permiso a mi mamá para ir a visitarla (a ella también le agradaba mucho Estrella). Por varias horas jugábamos con nuestras muñecas de plástico duro, de cabello pintado y vestidos de tela que nuestras madres les hacían. En ocasiones especiales las vestíamos con las
carpetas, fijándolas a su cuerpo con listones, eran novias hermosas y sofisticadas. Entre el rebote de la pelota, los diálogos de nuestras muñecas o el efímero segundo en que nuestros cuerpos flotaban al saltar la cuerda, nos contábamos nuestras cosas. Por ejemplo que no me gustaban ni un poco los huevos cocidos que mi mamá me daba como desayuno antes de ir a la escuela y que más de una vez le rogué a mi hermano que se los comiera, prefiriendo ir con el estómago vacío. También de la vez que mis padres riñeron por horas y mi papá prefirió salirse para darle espacio a que regresara la sensatez a su cabeza y la comprensión a su corazón. Ella por su parte me contaba de como su mamá le dijo que, cuando le preguntarán por su papá, dijera que se había ido a los Estados Unidos a trabajar y que les enviaba dinero todos los meses. Ella sabía que no era cierto, ya que la veía llorar contando las monedas cada semana y que su comida de todos los días era un plato de frijoles negros con tortillas remojadas. Ella tampoco recordaba un abrazo de su padre y el retrato colgado en la pared sin resanar en su casa, era de un
hombre con la que no la ligaba ningún recuerdo y menos una sonrisa.

Fue jugando con las muñecas en el claro del cerro que estaba tras su casa, que al arremangarse su blusa pude ver unos moretones violetas en sus brazos, mis dedos sin consultar a mi cabeza los tocaron, al mismo tiempo que le pregunté como se los hizo y si le dolían. Ella me miró apenada por no poder dar respuesta a mi primera pregunta y con un gemido profundo que contestaba a la segunda. Noté desde entonces que se cansaba apenas corríamos unos cuantos metros; dejamos de hacer las competencias para ver quien subía a los árboles más rápido, y aunque ella hacía lo posible por verse bien, ya desde hace mucho no se le dibujaba su hoyuelo en su mejilla izquierda. Las faltas en la escuela fueron más frecuentes, así que al final de las clases le llevaba las tareas que nos habían dejado y trataba de enseñarle lo aprendido ese día (las matemáticas me eran más difíciles, así que esas no se las mencionaba ya que no creía que fueran a hacerla sentir mejor el saber cuántas manzanas nos quedaban si regalábamos 2 al primo Juan y otras dos a una tal María). Ella me escuchaba recostada con paciencia en su cama, cada vez más delgada, cada vez más cansada.

Así transcurrieron varias semanas, en que su enfermedad la mantuvo en casa, jugábamos y nos contábamos cuentos interminables que inventábamos acostadas en su cama, al tiempo que nos hacíamos piojito una a la otra. Una tarde de lunes llegué con ella, con una opresión en mi pecho, ansiaba el verla, sabía que solo con tocar su mano, esa sensación se iría. Estaba sentada y con un mejor semblante, probablemente por eso me atreví a contarle lo que mi corazón guardaba. Le dije entonces sentada en el piso tomando su mano, que mis padres nos habían llevado a una fiesta, que los adultos se divertían bailando y tomando, los niños jugaban a mil cosas corriendo o armando coreografías improvisadas con las canciones que en el tocadiscos se escuchaban. Ya era de noche y yo tenía sueño, me separé de los demás niños para buscar a mis papás, al pasar cerca del baño, el tío de una de las niñas de la casa que salía de él, me tomó de los brazos, me alzó y dijo que me llevaría con mis papás, pero no fue así, metió bajo mi vestido sus dedos que buscaron la piel que cubría mis calzones, quise moverme, pero el me contuvo, hasta que escucho la voz de la mamá de la casa lo llamo por su nombre, me dejo en el piso y se fue. Mis padres me encontraron con los ojos llenos de lágrimas de un llanto mudo, preguntaron si me había caído y hecho daño, les conteste que sí, nos fuimos de la casa. Ella me escucho, tampoco sabía que fue lo que pasó, pero me acompaño con su llanto y nos abrazamos, me consoló con un beso en mi mano y se la llevó al corazón, donde lo sentí latir acelerado, mi pena era suya, aunque no supiera como explicarlo.

Una noche fría de diciembre, Estrella miró a su madre que la mecía para que descansará, la miró a los ojos, una lágrima broto de ellos, le esbozó una sonrisa, la beso, y le regalo el último hoyuelo en su mejilla, suspiro profundo y se quedó dormida en el sueño sin retorno. La velaron en el patio de su casa, era su ataúd blanco y pequeño, las flores que la rodeaban perfumaron todas las calles de la colonia por varios días, los cuatro cirios que la custodiaban centellaban como sonrisas. Yo me rodeé con mis brazos para atrapar su esencia y alcé mis ojos a la luna creciente que el cielo adornaba, justo en la punta de uno de sus cuernos estaba una estrella que me miraba, supe en ese instante que era ella, puse mi mano en mi corazón que latía acelerado, y me dije – llegará el día que te acompañe en el otro cuerno de la luna-.


Sobre la autora: Nelly C. Benítez. nacida en la Ciudad de México en el mes de abril de 1976. Estudió Psicología en la FESI de la UNAM. Desde niña la literatura le ha encantado, ha encontrando en ella mil mundos en los que puede transitar. Escribir es una pasión en la que recién se está aventurando, siendo el cuento y la poesía donde sus historias han encontrado forma de manifestar sus pensamientos
y emociones. Su inspiración se nutre de la magia de lo cotidiano.

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