Gabriela, mujer selenófila

Este relato fue escrito junto a mi abuela Blanca Luz y hoy lo dedico a ella en su memoria

Medellín, 20 de julio de 1903. Tras nueve meses del fin de la guerra de los mil días, un conflicto civil que marcó la historia de Colombia, la tregua entre liberales y conservadores se había roto. Aquel pacto mediante el cual estos dos partidos políticos habían unido fuerzas para derrocar el gobierno del partido nacional ya no existía y se había reanudado la guerra interminable entre ambos. El país se encontraba viviendo ahora las consecuencias del conflicto, la devastación económica de la nación, más de cien mil muertos, la desaparición del Partido Nacional y el caos social. En el barrio La América de Medellín, se vivían situaciones difíciles, rencores políticos y lutos por los muertos que se seguían llorando. Allí, en la casa de Mercedes y Raúl, una ama de casa y un minero de Segovia Antioquía, se oían los gritos estremecedores de un parto en medio del desasosiego civil. Ese día nació una mujer que nunca asumió de manera negativa las tragedias de la guerra, una mujer libre y fiel heredera de la rebeldía de los liberales de la época.

Medellín, 20 de julio 1913. Durante el gobierno de Carlos E. Restrepo, presidente conservador de la época, a cinco meses de la apertura de un nuevo plantel para señoritas en La Universidad de Colombia y durante el cumpleaños número 10 de Gabriela, nace su hermano Raúl. Eran otros tiempos, de mayor tranquilidad, los conservadores llevaban en el poder 10 años, razón por la cual, tal vez, el mes anterior, en el municipio de Segovia Antioquia, había nacido una criatura con dos cabezas, cuatro brazos, tres piernas, dos sexos y siete dedos en un pie. Era este adefesio muy seguramente un castigo a este pueblo godo y conservador llamado Colombia.

Medellín, 20 de julio 1920. Cumpleaños número 17 de Gabriela. Tras la muerte de su padre Raúl, Mercedes su madre trabaja arduamente como costurera para mantener a sus hijos, era una mujer estricta, rezandera y que creía firmemente en los valores de la familia y de la iglesia. Por su parte, Gabriela era una solterona para su época, en ese entonces las señoritas se casaban a los 14 años y ella, tras completar sus estudios hasta el año quinto, como era acostumbrado para las mujeres, aún no encontraba un hombre interesado en desposarla. Ese día, Gabriela no acató el llamado de su madre de dormirse a la seis de la tarde, rompió las estrictas reglas de la casa, ignoró la pandemia de gripe que ya había cobrado varios muertos en el país y decidió darse una vuelta por las afueras de su casa. Ese día Gabriela conoció la luna, se enamoró tras una mirada y supo que la noche siempre sería su lugar especial. Sonrió y se dijo a ella misma “a mí no me vuelven a acostar a las seis de la tarde nunca más”.

Envigado, 14 de julio de 1922. Mientras el liberalismo en Colombia organizaba una urgente reforma social, se celebraba una boda modesta en el municipio de Envigado Antioquía. Tras unos meses de noviazgo con Octavio y de fina coquería con otros hombres, Gabriela fue por fin desposada por un hombre 10 años mayor que ella. En una finca con un patio en medio y palmas en las esquinas, esa ingenua mujer que poco salía de su casa por órdenes de su mamá, no sabía lo que le esperaba en su noche de bodas. Tras un susto inesperado por lo que vio levantarse en las sábanas de su nueva cama matrimonial, Gabriela salió corriendo en búsqueda de la luna y se subió a un chumbimbo, árbol usado como jabón en la América tropical. Tal vez pensaba que eso la lavaría de sus miedos o simplemente quería evitar que su marido la alcanzara en las ramas de ese árbol de gran porte. Permaneció toda la noche ahí, observando la luna, hasta que Octavio llegó a bajarla en la madrugada. Un instante después, Gabriela fue a confesarse con el padre de la iglesia ubicada a pocas cuadras de su casa. Allí, el padre la escuchó con atención y solo le respondió tras un suspiro que regresara a su casa a cumplir con sus labores de esposa. Regresando y culminando la labor, Gabriela no alcanzó si quiera a imaginar que acababa de descubrir el placer que le daría la excusa para liberarse como mujer y ser recordada siempre como una persona que le ponía doble sentido a todo y disfrutaba riendo por horas sobre sus bromas sexuales.

Cisneros, 6 de abril de 1938. Tras 8 años del inicio de la Republica Liberal con el mandato de tres presidentes electos por el pueblo colombiano, Gabriela y Octavio vivían en una finca antioqueña mientras él trabajaba como mayordomo. En la Colombia rural se vivía el ambiente sindical, los trabajadores y campesinos estaban hartos de las largas jornadas laborales, los malos tratos y los bajos salarios. Habían transcurrido 10 años de la masacre de las bananeras, la cual le había costado al país la muerte de cientos de sindicalistas de la United Fruit Company después de que el gobierno del conservador Miguel Abadía Méndez hubiera decidido poner fin a una huelga organizada de un mes que buscaba garantizar mejores condiciones de trabajo. El ejército disparó contra más de 25 mil huelguitas y la cantidad exacta de muertos, continúa siendo una incógnita en la historia de nuestro pueblo. Sin embargo, Octavio seguía firme a sus ideales conservadores, sin entender todas esas revueltas sindicales, cumplía con su trabajo como mayordomo, como esposo y como padre de sus siete hijos. Gabriela había parido para ese año diez bebés, de los cuales habían muerto tres a los pocos días. Ese mismo día había nacido Blanca Luz, la cual creían sería su última hija y ambos disfrutaban de la llegada de una nueva persona a la familia.

Medellín, 27 de noviembre de 1949. Gabriela enfurecida volvía a pie a su casa tras una indignante discusión con su esposo Octavio. En medio de una tensa situación de orden público y una crisis política derivada del asesinato del jefe del Partido Liberal Jorge Eliécer Gaitán, los Colombianos salieron a defender su voz mediante el voto popular. Las mujeres no tenían derecho a votar, pero Gabriela manifestaba su fiel posición liberal ante el conservador de su esposo. Esto les había costado una acalorada discusión ese mismo día en el que Octavio votó por el candidato conservador Laureano Gómez Castro. ​Gabriela era una mujer enamorada de la luna y de la noche, de la libertad, del baile y del aguardiente. Ella pasaba las noches afuera de su casa, después de que su esposo se acostaba a las siete, armaba unos cigarros con hierba de mora y fumaba mientras admiraba a su amor de juventud, la luna. Era una mujer firme de pensamiento, consiente de los problemas que oprimían a su pueblo, tal vez, porque ella sufría también la opresión del ser mujer.

Medellín, 25 de agosto de 1954. Se aprueba el derecho al voto de la mujer en Colombia. Gabriela con 58 años no piensa perder la oportunidad de poder votar en las próximas elecciones por el candidato liberal, sin importar lo que su esposo piense o le exija. Octavio amaba a su mujer, pero siempre la vio como alguien indomable, sabía que era una andariega, que le gustaba salir al parque y que no tenía hora de llegada, siempre le repetía “Gabriela, a vos hay que echarte ceniza para que volvás a la casa”. Gabriela era una buena madre y esposa, pero nunca sacrificó su libertad, era una mujer adelantada para su época y fue feliz hasta el último día que vivió.

Medellín, 20 de agosto de 1971. Gabriela pierde una pierna tras una amputación como consecuencia de un problema circulatorio crónico y su diabetes. Ella rechaza la prótesis que le ofrecen los servicios médicos y bautiza a su mocho con el nombre de “Paco”. Acepta su destino y no se deja derribar por los dolores fantasmas de esa pierna ya inexistente. En las fiestas continúa tomando aguardiente a pesar de las prohibiciones de los médicos, fumando tabaco y bailando con la ayuda de su muleta. Sigue amando la luna y la noche y es bien conocida por sus relatos sobre sexo, su noche de bodas, el día que conoció la luna y todas las historias de realidad mágica que nunca escribió.

Medellín, 21 de agosto de 1975. Tras cuatro años viviendo con Paco y sin su pierna, Gabriela debe pensar en un nombre nuevo para bautizar su nuevo mocho. El médico amputa la pierna restante de Gabriela y ella nombra a ese miembro incompleto con el nombre “Perico”, tal vez porque sabe que sin piernas ahora puede volar con mayor libertad como el ave que lleva ese nombre. Postrada en una silla de ruedas, Gabriela se ofrece a motivar a personas que están próximas a perder sus piernas en el hospital. Su vida cambia radicalmente, pero ella se sobrepone a todos los obstáculos y decide seguir disfrutándola.

Medellín, 20 de noviembre de 1982. Gabriela se despierta como de costumbre a las 6 de la mañana y se alista para recibir el día con la ayuda de una monja que cuida de ella y su esposo. La noche anterior Octavio le había reclamado en medio de un lagunazo mental, el por qué ya no dormían juntos, pero la realidad era que llevaban más de 10 años durmiendo separados por sus condiciones de salud. En la cocina, mientras toma su café, escucha la jornada matutina de los rezos del rosario en la radio. Después de unos minutos, Gabriela entra al cuarto y encuentra el cuerpo de su esposo sin vida mientras en el fondo se repite una y otra vez: “Dios te salve maría, llena eres de gracia, el señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús”. Gabriela enfrenta un dolor que no había experimentado jamás al perder al hombre con el que había compartido 60 años, sus recuerdos pasan lentamente entre sus lamentos mientras se escucha cómo termina el rosario en la cadena radial colombiana y comienzan las noticias: “El presidente colombiano Belisario Betancur suscribió en la madrugada de ayer la ley de amnistía para los miembros de las organizaciones guerrilleras colombianas que acepten deponer las armas…”.

Medellín, 15 de abril de 1986. Sentada en su silla de ruedas, Gabriela lee el titular en el periódico: “Con la más alta votación en la historia fue elegido presidente de Colombia el liberal Virgilio Barco Vargas”. Por esos días Gabriela estaba gravemente enferme de neumonía y sus hijas Marta y Blanca Luz hacían la limpieza de su cuarto. Mientras continúa leyendo las noticias, escucha los regaños de sus hijas al encontrar en uno de los cajones un frasco de vidrio lleno de cigarrillos consumidos. Ahora que se intercambian los roles, Blanca y Marta regañan a su mamá y le prohíben fumar, ella solo sonríe y disfruta del momento.

Medellín, 13 de abril de 1991. Ya como residente de casa de su hija Blanca Luz, Gabriela disfruta sus días tomando aguardiente en las noches con Aníbal su nuero. Su cuarto está en una esquina de la casa al lado de un patio trasero donde permanece sentada en su silla de ruedas mientras fuma tabaco y mira la luna.

Cuando escucha que viene su hija esconde el cigarrillo debajo del vestido, de hecho, ya todas sus enaguas están quemadas debido a ese hábito adquirido desde el día que le prohibieron fumar. Algunas veces, por error, quemaba sus mochos de las piernas y recordaba como sus nietos pasaban horas dibujándole rostros a Paco y a Perico. Sin embargo, Gabriela no vive de los recuerdos, sino que disfruta el presente sin lamentarse del pasado, era feliz y hacía feliz a todos con los que compartía. Ese día le anunciaron que había nacido su bisnieta y ella no encontró una mejor forma de celebrar que con un trago. Sonrió y grito: “Aníbal tráeme pues ese aguardiente”.

Medellín, 2 de julio de 1994. Gabriela me ve doblar la esquina del corredor para llegar a la puerta de su cuarto y abrazarla, siempre me gustó abrazarla y demostrar que era valiente por no asustarme ante su falta de piernas. Creo que la abuela Gabriela por más que ya era mi bisabuela se quedó con el título de abuela por el resto de la eternidad. Me gustaba ver cómo mi mamá la bañaba, como le ponían sus vestiditos de flores y cómo al cargarla caía su falda y parecía flotando por su falta de piernas. Me gustaba ver como en las noches prendía velas a la virgen de su cuarto y recuerdo una vela falsa que constantemente permanencia encendida. Siempre fue un misterio para mí su cuarto, estaba lleno de cosas viejas, pero siempre me pareció algo oscuro y fascinante. Recuerdo entrar corriendo a la casa de mis abuelos Aníbal y Blanca Luz, dirigirme en primera instancia a abrazar a mi abuela en la cocina. Luego ir a su cuarto a despertar a mi abuelo con cosquillas en los pies. Finalmente encontrar a mi abuela Gabriela en el patio dando de comer a dos loras amazónicas que había llegado a esa casa por alguna razón. Corría a abrazarla y recuerdo verla sentada ahí el resto del día hasta que caía la noche y ella esperaba para ver la luna reflejarse en sus pupilas. Para ese año ella ya veía poco y la mayoría de las imágenes se reflejaban en sus ojos. Sentía que era tan delicada que debía tratarla con mucha suavidad y ternura, me gustaba su olor a viejita, olía a talco de bebé.

Medellín, 23 de octubre de 1997. Era jueves, me había despertado temprano y con mucha flojera me había alistado para irme a clases. Mi abuela Gabriela se había despertado muy temprano en la mañana también y mi mamá había llegado a su casa para bañarla como de costumbre. En los canales de televisión nacional resonaban las noticias de una aterradora masacre: “Paramilitares de las AUC perpetran la Masacre de El Aro. 15 personas son asesinadas”. Era una mañana dolorosa para el pueblo colombiano, pero además mi abuela Gabriela sabía que era una mañana diferente a las demás. Le dijo a mí mamá que la alistara que Octavio, su esposo, había llegado por ella. Con la calma, la capacidad de cuidado y el poco miedo a los fantasmas que caracteriza a mi mamá, tomó a Gabriela en sus brazos, la bañó, la dejo elegir un vestido y la sentó en su silla de ruedas. Mi abuela Gabriela le dijo que quería hablar con todos sus hijos, pero que fuera rápido porque debía irse, no dejaba de repetir que Octavio había llegado por ella. Ese día en la escuela para mí no fue lo mismo, sentía algo raro, una nostalgia incomprendida por una niña de 7 años. Gabriela habló con todos sus hijos, uno por uno, luego llamó a mí mamá y le dijo que ya era hora, que la acostara en la cama que quería estar cómoda. Ella estaba lista para partir, solo se lamentaba no poder ver la luna por última vez. Le dijo a Octavio que era una lástima no haberle avisado la noche anterior para despedirse de la luna, pero cuando su cuerpo toco la cama, cerro los ojos y no se resistió a partir con su esposo. Terminando mi jornada escolar yo esperaba a mi mamá que siempre venía por mí a la escuela, pero esa tarde llegó mi papá, yo lo abracé extrañada y le pregunté «¿Qué pasó? ¿dónde está mi mamá? Se murió la abuela Gabriela ¿verdad?» Mi papá sorprendido por mi extraña intuición asintió con la cabeza, yo no entendía muchas cosas, no recuerdo siquiera haberla llorado, pero sí recuerdo haber pasado horas en su cuarto y llevarme algunas de sus pertenencias, incluido el talco de bebé que le ponían en todo el cuerpo para que oliera a viejita.

Medellín, 13 de abril de 2006. Han pasado nueve años desde que Gabriela abandonó la luna aquí en la tierra. Mi mamá y mi abuela me regañan cuando hago muecas y me dicen que soy igual a ella, que voy a terminar arrugada como ella por hacer esas caras tan feas. Mi abuelo por su parte dice que mi amor por la noche, el baile y el aguardiente le recuerdan a ella. No sé si algo de ella me marcó, si siempre tuvimos esa conexión o si lo que realmente vive en mí es la nostalgia de no haber pasado más años de mi vida mirando la luna junto a ella. Todas las noches busco a la luna y les digo a mi abuela Blanca Luz y a mí mamá que me cuenten esas historias fantásticas nunca escritas que tanto contaba Gabriela. Ellas relatan y yo me rio mientras memorizo esas historias para poder contarlas y que se perpetúen en la eternidad del tiempo. Me siento al lado de mi ventana y recuerdo a esa mujer en silla de ruedas con olor a talco de bebé que murió sonriendo. Miro nuevamente hacía la noche y encuentro en mí ese amor indomable por la luna que siempre consume mi consciencia y mi cuerpo, ese sentimiento extraño de fascinación que alguna vez le perteneció a Gabriela y que ahora vive en mí.

Un día me dijiste que tendría que escribir también tu historia, pensé que faltaba mucho para eso, ahora me cuesta poder iniciar ese viaje entre palabras y recuerdos, porque el dolor de tu ausencia sigue doliendo hasta en la punta de los dedos al escribir.


Sobre la autora: Elisa Lotero Velásquez. Colombiana residente de la Ciudad de México. Bióloga apasionada, dedicada a la investigación etnobotánica, amante de las plantas, los bosques y las selvas. Feminista declarada desde que se hizo consiente de su posición como mujer. Desde el feminismo ha encontrado un espacio para ser creadora, educadora, militante y escritora. Elisa es fundadora del espacio de educación “altavoz violeta”, miembro del colectivo “Rosas Rojas”, escritora de “Círculo literario de mujeres” y autora de uno de los relatos publicados en la antología “El feminismo me jodió la vida y después me salvó”. Además, le encanta crear cosas nuevas con hilos, agujas, fotos y acuarelas. Heredó sus manos creadoras de su abuela y su madre y considera que la escritura, el bordado y todas las manifestaciones artísticas y manuales han sido históricamente y seguirán siendo herramientas poderosas de lucha y sanación entre mujeres.


Collage de Cristina Izkuña

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