Desde pequeña la muerte estuvo muy cerca de mí, siempre relacionada con el amor. El primer encuentro que tuve con ella fue cuando mi única abuela, con la que yo había convivido, falleció. Tenía nueve años y quise estar en su funeral, fue ahí cuando entendí que no volvería a ver a mi abuela, porque cuando la muerte llega, la gente se esfuma, se va del plano terrenal. Mis creencias dictaban que se los llevaba a otro lugar, me preguntaba si sería verdad.
A los once años había un niño que me gustaba mucho, hijo de una amiga de mi mamá, así que en fiestas y reuniones tenía la oportunidad de verlo y estar con él. Ahí descubrí las maripositas en el estómago y los latidos acelerados del corazón. Cuando él tenía apenas trece años, estaba jugando en un terreno en construcción, puso en marcha una máquina y por accidente cayó en ella, fue enroscado por la mole, perdiendo la vida. Esto no sólo me impresionó e impactó fuertemente, sino que por primera vez me dolió el corazón ya que sentí que la muerte me arrebató el amor, me percaté que ella llega a escondidas en el instante que quiere sin importar la edad.
“¡Los niños y los jóvenes no deben morir!”, pensé. Desde entonces empecé a relacionarme con ella de forma más cercana: la sentía más presente en mi vida como buscándome entre los rincones. Ella me despertaba curiosidad. La veía como una sombra o como un viento inesperado que llega y oscurece tu día. Empecé a leer relatos y poemas que hablaban al respecto, leía cuentos de muerte y me gustaban los cementerios.
A los quince años me enamoré perdidamente del hombre de mis sueños. Él tenía dieciséis, ambos ingenuos llenos de ilusión hablábamos de matrimonio e hijos, de un futuro juntos. Era uno de esos amores inmaduros y tiernos, pero tan intensos que los aprecias para toda la vida. Esos amores que hacen que sientas fuego en el alma que te quema. Amor duradero que va madurando con el tiempo y lo piensas eterno, cómo deben de ser los amores de cuento. Sin embargo, nuevamente de forma inesperada se presentó ella más fría y decidida que nunca para quitarme a quien amaba.
Apenas faltaba un mes para que él cumpliera 20 años, él estaba jugando un partido de básquetbol cuando de pronto se desplomó, ¡quedó sin vida! A causa de un aneurisma fulminante, que no le dejó ni un pequeño aliento de esperanza.
Imaginé a la muerte riéndose de mí, cruel y despiadada mientras se lo llevaba, dejándome desvalida, perdida en la oscuridad, con el alma desgarrada, el corazón deshecho y con dolor en el cuerpo. La sentía más cerca que nunca. Al llevárselo a él, también se llevó mi alma. Me quedé sin esperanzas, sin vistas a un futuro, sin ganas de vivir…
Estaba muerta en vida vagando en la oscuridad como fantasma. Cual Julieta llorando a su Romeo en el cementerio rodeada de espíritus. Mi relación con la muerta se hizo más íntima y estrecha, la amaba, la deseaba y la quería cerca de mí. Le hablaba, la retaba y le gritaba: «¡Si eres tan poderosa, llévame a mí!» Llegué a pensar que la muerte me tenía miedo. Cómo me veía tan decidida a irme con ella, con ganas de que me tomara y no hacía nada. Pensé que yo la intimidaba.
La malvada viene por los que no la esperan y no la quieren, no por los que la acechamos y nos acercamos a ella jugando peligrosamente, pensaba. Así anduvo cerquita de mí. Mi compañera sombría. Primero odiándola y luego amándola. Yo siempre vestida de negro, ella constantemente en mis pensamientos, en mis pasos y en mis escritos; hasta en mis palabras. Le perdí el miedo y el respeto. Estuvimos así poco más de un año, hasta que un día la solté…
Aún obsesionada y en convivencia con ella decidí vivir. Vi la luz y me hice una con la vida. Volví a sentir el calor del sol, a disfrutar el viento y a gozar el mar, a valorar cada día que tenía y verlo como un regalo, con el tiempo, volví a amar.
A veces la muerte me daba recordatorios de que estaba presente. La miraba de reojo sin darle mucha importancia. Años después se llevó a mi prima adolescente aquejada por la leucemia. Me dolió mucho su partida, pero en esta ocasión vi a la muerte como una aliada, pues liberó del sufrimiento a mi primita.
Cuando yo ya la tenía medio olvidada y relegada, ella enojada se presentó otra vez. La descarada, se llevó a mi bebé aun estando en mi vientre. Nuevamente me causó dolor al robarme a un inocente. La muerte, serena, llega y no sólo te quita a alguien, sino que arranca un pedacito de ti. En éste caso, comprendí mejor sus intenciones. Tan sutil fue, que ni la sentí llegar.
De su última maniobra dejó pasar un tiempo para permitirme respirar y que yo creyera que ya no me rondaba. Para cuando volvió, lo hizo en silencio y de manera repentina, dándome nuevamente un golpe traicionero. Ahora, se llevó a mi padre, dejándome con una puñalada al corazón. Aunque mi padre había luchado con varios padecimientos y enfermedades, yo aún no estaba lista para verlo partir. Ni siquiera estaba al borde de la muerte cuando se fue. Siento que él, cansado, aceptó que se lo llevara sin chistar. Maldije a la muerte, la odié y le reclamé. Pasé por todos los estados del duelo. Sufrí y lloré hasta el cansancio, hasta ahogarme en mis propias lágrimas. ¡Muerte embustera! Pero ahora, la muerte no se reía de mí, simplemente pasaba a mi lado para decirme que parte de la vida es morir…
Eventualmente, la acepté y me resigné. Lo que me dolía ahora era ver el dolor de mi madre, y el sufrimiento que vivía por la ausencia de su amor. Ahora ella había perdido al amor de su vida y una parte de su ser se fue con él. Yo pensaba, con coraje, en la muerte regordeta y saciada, un tanto cansada de todo el peso que llevaba a cuestas, porque el sufrir ajena pesa.
Mi relación con la muerte seguía en pie, siempre cambiante. Un día, muy decidida y fresca se presentó por nuestra mascota, un hermoso y viejo perrito cocker, para liberarlo del dolor e impedir que sufriera más. La muerte permitió que nuestro perrito se despidiera con sus dulces ojos, posando su mirada en cada uno de nosotros, y se lo llevó lentamente. De cualquier forma, me dolió profundamente, pero veía un bien en su presencia. Esta vez no la odié ni le recriminé. Lo que me partió el corazón era ver el dolor de mis hijos que se enfrentaban por segunda vez a perder a un ser amado. La primera fue a su abuelo. Mis hijos ahora conocían el significado de la tristeza y el dolor. En esta ocasión mi relación con la muerte fue algo reconciliatoria. Hubo comprensión y entendimiento que no duró por mucho tiempo.
Hace dos años, regresó vestida de gala, de forma desgarradora y contundente. Vino por mi madre quien, durante nueve meses, luchó para que no se la llevara. Era una mujer sana y activa atacada por el cáncer el cual le fue chupando la vida. Sin embargo, ella se aferraba con fuerza y entereza a mantenerse viva, en un afán lleno de amor por nosotras, sus hijas y por sus nietos. Quería evitarnos el sufrimiento, aunque era imposible al verla enferma. Vino la muerte por ella varias veces, hasta trajo a mi papá a recogerla, pero ella se resistió y se negó a irse hasta que le fue imposible y decidió ir al encuentro de su amado, a la promesa de un lugar mejor. Mis hermanas, mis hijos mis sobrinos, mis cuñados y yo la acompañamos en su trayecto hasta verla partir, dándole fuerza y amor para emprender su viaje.
Por primera vez, vi a la muerte a los ojos al llevarse el aliento de vida. Presencié su llegada y su partida, la sentí juntito a mí, pegadita aplastando sin reservas mi corazón. El dolor fue y sigue siendo tan intenso que escribo éstas líneas con lágrimas en los ojos, pues eso es lo que deja la muerte. Hace que te seques por dentro, fluyendo como un río de agua salada que corre constantemente hasta dejarte sin nada. Por primera vez, sabíamos que vendría, sólo la estábamos esperando. Ahora puedo afirmar que cuando se presentó, mi mamá la recibió con alegría ya que la salvaba del calvario y la conducía directamente a los brazos amorosos de mi padre, a quien añoraba y amaba tanto. La muerte por fin los unió.
Mi relación con la muerte ha sido estrecha, la he sentido y hasta puedo decir que la he visto. También la he odiado, amado y hasta deseado.
No ha sido lejana nunca. Se rio de mí y yo de ella. Me persiguió y yo un día la busqué. A veces, nuestra relación ha sido reconciliatoria. La conozco y sé que nunca se sabe qué trama. Le gusta llegar como un remolino arrasando con todo, o como remanso de paz.
Sé que ahí está, y la única certeza que tengo en la vida es que un día vendrá por mí. No sé en qué forma, ni cómo, ni por dónde vendrá, pero lo hará. Hasta entonces, ella y yo seguiremos bailando.
Sobre la autora:
Ana Gabriela Anduiza Serrano nació un 17 de abril en la Ciudad de México. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana, especialidad en cine, y Letras Francesas en la Universidad Paul Valéry. Su inclinación a las letras la llevó a realizar diversos guiones, poemas y cuentos, en su época universitaria. También estudió Teatro bajo la tutela de Héctor Azar. Es apasionada por la danza el cine, y el teatro. Eterna enamorada de las letras, escribir es su catarsis. Actualmente trabaja en el programa «Aprender a Envejecer» de Canal 11.
Excelente!!! Felicidades por tan íntima visión de un puente divino a otra forma de vida.
Gracias Arturo.por leerlo y por tu potente comentario. Lo aprecio mucho.
No cabe duda que tanta gracia, risa y dolo ante la muerte tiene su origen, su fuente y fundamento ,.si antes te he admirado ahora más por tu valentía, tu arrojo y tu paciencia,. Gaby. Te abrazo con el alma, aunque más te abrazas sola a la luz de la que bien sabes vendrá ,. La que Jamás falta a esta cita, sin embargo, como dices deseada y esperada un día llegará
Me ha dejado muy gratamente impresionado tu relato Gaby, por la calidad de la redacción y sobre todo por como transmites tus sentimientos. No es lo mismo hablar de un tema como este en general, que hacerlo a partir de sus propias vivencias. Te felicito muy sinceramente y te envío un muy fuerte y empático abrazo !!!
Begoña López . Aprecio y valoro mucho tu comentario tan poderoso y fuerte, lleno de luz! Gracias.