La muerte.
La muerte me mira.
La muerte me mira dormir, me mira coger, me mira reír.
La muerte me acecha desde el momento en que nací. La sentí olfatear mis entrañas cuando las manos enardecidas de mi padre me recibieron aquel lunes 21 de octubre de 1991. Entre lirios y aullidos, los huesos de mi madre crujían, su cuerpo se abría como una mandarina para dar vida a un nombre violento y terco. La muerte acariciaba a mi abuela en aquella cama de mis padres, en la casa de la calle Renán donde crecí a tientas los primeros siete años de infancia. La muerte tenía a mi abuela entre ceja y ceja mientras los pétalos de sus senos se pudrían con lentitud y belleza carmesí. La muerte besó a mi abuela hasta asfixiarla, hasta dejarnos cenizas desparramadas en una habitación llena de preguntas delirantes. La muerte me mira y me susurra “tienes sus ojos, los ojos de tu abuela”. La muerte baila con la tristeza de mi abuelo y se ríe. La muerte ensancha la habitación y teje un vacío. La muerte me coquetea desde que soy pequeña, se infiltra en mis sueños y siembra puñales que me hacen temblar hasta que despierto desesperada llamando el nombre de alguien, de quien sea, quizá mi nombre verdadero, el que solo es silencio. La muerte me mira crecer como si fuera una enredadera de espinas que florece y sangra por las noches, me mira reír como si fuera un espejo quebrado, me mira llorar como si fuera un manantial descongelándose, me mira sufrir por fantasías añoradas. La muerte me mira y aún no me toma. La muerte es una sombra que crece y me hace señas entre las ramas de árboles del parque donde aprendí a patinar. La muerte lleva la fotografía incandescente de mi padre por estandarte, se adentra en los sótanos de mis pesadillas más tempranas, escribe mi nombre junto al suyo en tonos sabor madera y dolores ámbar. La muerte es una serpiente que juega con mi sexo y me hace rugir hasta convertirme en un huracán de fuego. La muerte es una señora que me encuentro en la calle y me ofrece un favor a cambio de una miradita y nada más. La muerte soy yo aceptando mi destino frente al espejo y al abismo. La muerte es la tinta y la oscuridad del silencio en el que espero a ser suya y de nadie más.
Sobre la autora:
Karla Paola Aguilar Herreros. Chilanga con raíces sonorenses. Mala feminista, buscadora de mi propia verdad. Canto, bailo y escribo para sobrevivir y gozar. Licenciada en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Terapeuta Gestalt por la Escuela Gestalt Viva Claudio Naranjo. Actualmente es parte de una colectiva de mujeres terapeutas gestalt con una perspectiva política de la salud psicoemocional en el centro de la Ciudad de México.
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